Me la presentaron
cuando era muy joven, cuando aún no sabía nada de la vida. Y dos
semanas más tarde, vino a vivir a mi casa. Al principio no me
molestó tener compañía, porque acababa de divorciarme y la casa se
me hacía muy grande y solitaria. Lo tomé como una prueba, para ver
si podía salir bien, sin compromiso, como algo temporal. Se quedó
conmigo 13 años.
La convivencia fue
dura, sobre todo los primeros meses. ¡Era tan pequeña...! Sin ayuda
de nadie tuve que criarla, educarla, jugar con ella, buscarle
distracciones. Por aquel entonces tenía un horario laboral muy
estricto y salía tarde. Me costaba irme a trabajar y dejarla tantas
horas en casa. Sabía que no le iba a pasar nada, pero sufría de
saber que estaba sola.
Sin duda, la vida
juntos fue bien. Alguien más fiel y más entregado a mí no
hubo. A pesar de mi inmadurez y mi mala leche, de mis explosiones de
ira e incluso de mis golpes cuando me enfadaba, ella nunca se quejó.
Jamás pensó en abandonarme o en engañarme con otro. Su amor fue
incondicional. Llegada la calma, venía cariñosa y se sentaba a mi
lado. Jamás volveré a encontrar nada igual.
Teníamos muchas
cosas en común. A ambos nos costaba hacer nuevos amigos y
desconfiábamos de la mayoría de los nuevos conocidos. Eso nos
volvió un poco solitarios, quizá huraños, pero no nos importó. Le
encantaba salir al monte, como a mí. En nuestros paseos, ella iba
delante, a unos pocos pasos de mí, aunque siempre me dejaba elegir
la ruta. En las bifurcaciones, se paraba y giraba la cabeza para
mirarme. Un leve gesto me bastaba para que entendiera por dónde
seguir.
Pero llegó un día
en que enfermó. Primero no podía casi comer. Luego ya no podía
casi caminar. Tenía problemas para controlar sus esfínteres. Poco a
poco se le fue apagado la vida. Fueron unos meses muy difíciles.
Hasta que llegó el final. Ningún facultativo acertó con la cura.
La mantenía con ibuprofenos y analgésicos. Tengo clavada en mi
memoria su última noche. Me desperté con sus llantos y quejas. El
dolor que mostraba parecía insoportable. Así pasaron varias horas.
Finalmente se fue calmando hasta que dejó de respirar.
"Konga", foto por PCA (c) |
Muchas veces la echo
de menos. Aquellos paseos juntos, aquellas comidas que nos
preparábamos, su mirada siempre atenta a lo que yo le contaba, su
compañía todas las noches, su fidelidad incondicional... Nunca
tendré a nadie como ella.
Creo que ningún ser
humano es capaz de demostrar todo aquello. Reconozco que yo no, desde
luego que no. Sea este mi homenaje a la mejor compañera de aquellos
años, que me ayudó a sobrevivir en una época personal difícil y
conflictiva. Gracias, Konga. Siempre te tendré en mi mente.
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